Durante los últimos años ha ocurrido un fenómeno espiritual y cultural que llama profundamente la atención: el resurgimiento de la Diosa como principio sagrado y como camino espiritual. No se trata únicamente de un retorno devocional ni de una moda new age, sino de una recuperación histórica y simbólica de larga duración que ha encontrado terreno fértil en la actualidad. Este resurgimiento ha venido de la mano de múltiples ramas del conocimiento, entre ellas la arqueomitología, la psicología profunda, el ecofeminismo, los estudios de género y las prácticas espirituales contemporáneas; y también desde la vivencia íntima y doméstica de miles de mujeres y personas diversas que han encontrado en la Diosa un refugio, una fuente de fuerza y una ética de cuidado.
Una de las autoras fundamentales en este renacimiento es Marija Gimbutas, quien desde la arqueomitología estudió las representaciones femeninas divinas de Europa y Asia desde el Paleolítico hasta la Edad del Bronce. Su obra permitió visibilizar que, durante milenios, muchas culturas no concibieron lo divino en términos de un dios masculino guerrero, sino como una Gran Madre asociada a la fecundidad de la tierra, la regeneración, los ciclos, la sexualidad y el misterio de la vida-muerte-renacimiento. Aunque su trabajo ha generado debate académico, también abrió la puerta a pensar que el patriarcado no ha sido el único paradigma espiritual posible y que otras formas de sacralidad existieron, florecieron y moldearon la imaginación humana.

Desde otro ángulo, la psicología profunda en voz de Jean Shinoda Bolen abordó la Diosa como arquetipo interior, sosteniendo que las figuras femeninas de la mitología griega —Atenea, Artemisa, Deméter, Afrodita, Hestia y Hera, entre otras— representan patrones psíquicos que influyen en la identidad, la vida emocional, las relaciones y la creatividad de las mujeres contemporáneas. La idea de que la espiritualidad de la Diosa puede ser una vía de individuación ha sido profundamente acogida, pues ofrece un lenguaje para comprender la interioridad femenina no como déficit o como “otra” frente a lo masculino, sino como una constelación de fuerzas legítimas y plenas.

En el campo del ecofeminismo, autoras como Starhawk y Vandana Shiva han mostrado que la dominación de la mujer y la explotación de la naturaleza no son procesos separados, sino heridas paralelas dentro de un modelo civilizatorio basado en el control, la extracción y la jerarquía. Starhawk, además, articuló la espiritualidad de la Diosa con prácticas comunitarias y activismo ecológico, proponiendo que ritual, política y sanación no son esferas que deban mantenerse aisladas. Shiva, desde la India, mostró cómo la resistencia de las mujeres campesinas frente a la destrucción de bosques y semillas es también una defensa de su cosmovisión espiritual y de los vínculos sagrados con la tierra. Estas voces han sido centrales para que el camino de la Diosa no quede reducido a una estética de altar, sino que implique posicionamiento ético y compromiso con la vida.

Además de estas corrientes claramente visibles, existe una contribución igual de valiosa, aunque más discreta, que nace en la intimidad de las casas, de los círculos de palabra, de los grupos terapéuticos y de los talleres comunitarios. Muchas mujeres y otros grupos han encontrado en la espiritualidad de la Diosa la posibilidad de sanar culpas y silenciamientos que cargaron durante años: culpa por el cuerpo, por los deseos, por el ciclo menstrual, por la maternidad o por no ser madres, por el enojo, por la tristeza, por la propia historia. Cuando la espiritualidad deja de castigar la experiencia humana y comienza a celebrarla, algo profundo se reordena. Y esa reordenación no es solo emocional; es ontológica. La vida deja de ser algo que debe soportarse para convertirse en algo que puede celebrarse.

Por eso, el retorno de la Diosa no está en competencia con otras religiones ni pretende reemplazar figuras masculinas de lo divino. Lo que propone es el equilibrio que ha faltado. Allá donde solo lo masculino es sagrado, la psique colectiva queda mutilada; allá donde solo lo femenino es sagrado, también. La presencia de la Diosa recuerda que existen múltiples rostros del misterio, que la espiritualidad no se empobrece cuando se diversifica, sino que se vuelve más amplia y más humana.
Una de las características más bellas de este movimiento espiritual es su capacidad para abrazar la diversidad. En los espacios devocionales de la Diosa conviven mujeres, hombres, personas no binarias, personas LGBT+, madres, personas sin hijos, personas con trayectorias religiosas previas y personas sin religión. No se exige renunciar al pasado, sino habitar el presente. No se exige pureza doctrinal, sino honestidad profunda. No se pide obediencia ciega, sino presencia consciente. En un mundo que suele dictar a las personas cómo deben ser para pertenecer, la Diosa ofrece un lugar donde la pertenencia no depende del molde, sino de la verdad interior.
La espiritualidad basada en la Diosa también ha generado cambios visibles en la relación con el entorno. Cuidar el agua, la tierra, los animales, las semillas, las plantas medicinales o los huertos domésticos no se ve como una actividad secundaria, sino como un acto de amor devocional. La casa se vuelve santuario; el cuerpo se vuelve altar; la comida se vuelve bendición; la ternura se vuelve herramienta política; la vida se vuelve sagrada no en abstracto, sino en lo cotidiano.
Por eso, mucho del movimiento contemporáneo en torno a la Diosa no consiste en convencer a nadie, sino en pedir una cosa muy simple: respeto. Respeto hacia quienes celebran la vida desde esta perspectiva, hacia quienes honran la diversidad humana como expresión divina, hacia quienes cuidan la naturaleza como extensión de la Gran Madre, y hacia quienes han encontrado en la Diosa un refugio espiritual donde su cuerpo, su historia y su sensibilidad tienen lugar. No se trata de cambiar la espiritualidad de otras personas; se trata de sostener la dignidad de esta.
Hoy, la Diosa está presente en universidades, en procesos de sanación, en círculos de mujeres, en espacios de activismo ecológico, en hogares, en jardines, en talleres de arte, en grupos de maternidad consciente, en ceremonias de luna, en estudios de mitología, en redes feministas, en la salud, en el acompañamiento emocional y en las prácticas espirituales de personas de muy distintas identidades. Su resurgimiento no es un regreso al pasado, sino una expansión de conciencia en el presente.
Y así, cuando un hogar, un cuerpo o un corazón dice “Aquí habita la Diosa”, se está declarando un territorio donde la vida es celebrada, donde las diferencias son honradas, donde la tierra es cuidada, donde la dignidad es innegociable y donde la espiritualidad no exige negación, sino presencia. Un hogar de Diosa no es un lugar físico, sino una forma de habitar el mundo. Y mientras existan quienes mantengan viva esta memoria —en la academia, en los rituales, en las luchas sociales o en la vida cotidiana— la Diosa seguirá viva.

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